mercoledì 17 novembre 2010

Juntos de nuevo

“Es él”, dijo la esposa.

“No es fácil reconocerlo, pero desgraciadamente así es”; añadieron los hijos.

Raúl García González había hecho su último viaje desde el aeropuerto de la Habana; y así fue como llegó a Miami, atado de pies y manos a la carlinga del avión. Lo había hecho solo, sin ninguna ayuda, como mejor pudo y ahora yacía inerte sobre una mesa de mármol.

Un último intento de fuga desesperado.

Raúl amaba su tierra y nunca hubiera querido dejarla, pero su mujer y sus hijos se habían marchado y él ya no soportaba estar lejos. Ya había estado sin ellos demasiado, desde aquel día en que escaparon a bordo de aquellas balsas furtivas.

Isabel acarició su frente y por un instante pareció revivir todas sus esperanzas.

No siempre fue tan difícil vivir en Cuba. No como ahora. Hace 15 años ya se empezaba a dejar sentir la llegada de tiempos duros, pero nadie se habría podido imaginar lo que en realidad iba a suceder.

No faltaban los problemas, nunca habían faltado. Sin embargo, la esperanza ayudaba y la fe hacía seguir adelante. Raúl era uno de los que creía; había luchado por aquella revolución cuando era poco más que un adolescente y Fidel representaba para él una de las pocas certezas de su vida. Isabel nunca había sido militante. Como buena mujer de casa, siempre se había ocupado de otros asuntos. “Hablan y hablan, pero nunca se preocupan por la gente pobre...”; decía a menudo. Su marido la reprendía diciendo; “¡No hables así! ¿Qué te falta? Nosotros somos el Estado; nosotros hemos dado nuestra sangre para construir esta república”. Isabel callaba para no contradecir a su marido, pero los políticos no la convencían, jamás la habían convencido. Batista o Fidel, era igual, de todos modos la gente pobre no importaba y nunca importaría.

Cuando comenzó el “período especial”, Raúl no quería creer lo que estaba sucediendo; a menudo maldecía a Rusia y Gorbachov.

-¡Nos han abandonado! ¡Malditos soviéticos! Nos dejaron solos en manos de los americanos...

-¿Qué te decía? -hacía eco su mujer- ¿Qué te he dicho siempre? La gente pobre tiene que arreglárselas sola; comunistas o capitalistas el resultado es el mismo.

Se vivía muy mal; faltaba todo, incluso lo indispensable. Los americanos, con su despiadado embargo, no sólo impedían el comercio, sino inclusive el arribo de medicamentos. Fidel racionaba los alimentos; la tarjeta alimenticia permitía comprar menos de lo necesario para la simple subsistencia, con eso se las arreglaba la gente. Isabel todavía recordaba los sacrificios y sufrimientos que debían afrontar a diario; sus hijos crecían desnutridos y sin ropa suficiente. Trabajar era imposible y, cuando se lograba, el pago era de pocos dólares que nunca bastaban.

Mientras tanto, comenzaban a llegar los primeros turistas extranjeros; llevaban consigo historias de otros mundos, historias normales de lugares donde se trabajaba y se podía vivir con el propio sudor de la frente. Fue entonces cuando Isabel comenzó a pensar en la fuga.

¿IRNOS? ¡¿Pero te has vuelto loca?! ¿Y a dónde podríamos ir...?”. Decía Raúl.

“A Miami, donde van todos; ahora hay más cubanos ahí que en nuestra isla. Allá esperaremos, algo tendrá que cambiar tarde o temprano, y en la espera por lo menos no moriremos de hambre. Podremos trabajar, como en cualquier parte del mundo y ahorrar algo”, respondía Isabel.

“Yo quiero morir en Cuba. No me hables de Estados Unidos. Pero ustedes acomódense en sus balsas si quieren, yo los espero aquí. Esta es mi tierra.” Concluía Raúl.

Las dificultades eran muchas y aumentaban día tras día, pero él resistía. Nunca se habría marchado; fue entonces cuando un buen día Isabel tomó a sus dos hijos y se embarcó en una balsa insegura junto a otros desesperados hacia Miami; hacia un futuro incierto pero lejos de la certeza de un difícil presente.

Raúl se quedó solo. Pensaba que huir no serviría de nada. ¿Qué esperaba el que se iba? ¿Creían acaso que el capitalismo disolvería los problemas como nieve al sol? Raúl todavía conservaba las fotos de Fidel en su humilde casa de las afueras; estaban en los muros bien ordenadas, al lado estaba el Che Guevara con uniforme militar.

Vivía en Guanabacoa, cerca de las playas del este de La Habana; tierra de negros y ritos mágicos, condimentada de antiguas supersticiones. Un lugar pobre, decrépito como sus casas coloniales que se vienen abajo a pedazos. Triste y alegre al mismo tiempo. Refugio de cotidiana miseria que se debate entre orgullo silencioso y gritos de niños que juegan a perseguirse en los desgarbados campos, bajo palmas altísimas y plátanos.

Raúl no quería dejar su tierra. No quería traicionar la memoria del Che Guevara con quien había luchado por la revolución.

Recordaba el tren descarrilado a Santa Clara -- también se estuvo ahí, a pesar de que era aún muy joven—y los ojos de hielo de aquel argentino y esas palabras que sólo él sabía pronunciar para infundir coraje. Raúl todavía confiaba en Fidel.

Las cosas habrían cambiado y él no habría escapado. Bastaba esperar con paciente resignación, en definitiva; como lo había hecho toda su vida. Isabel no había tenido paciencia; tenía dos hijos que le pedían de comer todos los días; lo suficiente para coaccionarla a partir. Raúl se sentía traicionado y cuando lograba llamar a Miami lo expresaba claramente. “Ven tu también – le decía su mujer - todavía te quiero como antes. Te espero. Te esperamos.”

Pero Raúl no quería saber; aquélla era su tierra ¿qué podía ir a hacer a Miami? Sus viejas calles, las esquinas del barrio, las tabernas donde tomaba ron para alejar los malos pensamientos, las fiestas llenas de ruido y música...¿Quién le volvería a dar todo eso?

Y la atmósfera mágica de un ocaso habanero, cuando el Malecón engulle un horizonte desesperado y hace desaparecer el sol detrás de las olas de un mar estimulado por la fuerza del viento, ¿cómo podría revivirla? ¿Entre rascacielos en el mar de Miami? ¿Aprendiendo una lengua que no era la suya? ¿Aceptando la derrota definitiva contra los odiados capitalistas?

No se habría marchado. Era él quien los esperaba; en el mismo lugar, en aquel sitio que era su hogar.

Isabel se enjugó una lágrima que le cruzaba el rostro contraído de dolor.

“¿Por qué en el fondo no fuiste fiel a tus ideas ? ¿Por qué escapaste si era eso lo que no querías?” Murmuraba mientras acariciaba la gélida frente de su esposo.

El último viaje, el de la desesperación.

Así se lo habían mostrado, como jamás lo hubiera querido ver. Lo despojaron de las humildes ropas, descosidas y remendadas, que llevaba. El viaje, ese viaje absurdo que sólo podría conducirlo a la muerte, lo había dejado en condiciones terribles.

Isabel hizo salir a los niños. “Esto no es para ustedes”, dijo.

Cuando los niños se fueron alejando se puso a trabajar. Tenía que dejarlo presentable para la última ceremonia, vistiéndolo con un traje elegante, quizás el mejor traje que jamás hubiese usado. Isabel pensó que su esposo no habría estado de acuerdo. “Somos gente pobre –habría dicho— y por lo tanto, vestimos la ropa de la gente pobre.”

Lo recordaba con sus pantalones claros, un poco descosidos y llenos de polvo, pero también su camisa eternamente sudada, siempre para lavarse.

Tomó los pantalones y los dobló distraídamente. Ahora era el momento de tirarlos en el cesto de la basura, porque definitivamente ya habían cumplido su cometido. Fue precisamente entonces cuando vio caer del bolsillo derecho un papel amarillento. Lo recogió y leyó atentamente. Era una carta dirigida a ella, escrita en un español sencillo y correcto. Una lengua dulce y musical que no había olvidado, aunque viviera en Miami y estuviera obligada a hablar inglés.

“Querida Isabel, ¿ves qué extraña es la vida? Si lees estas palabras quiere decir que no lo habré logrado y quizá haya sido mejor así, porque me hubiera costado mucho decirte que tenías razón. Las ideas en que creía murieron hace ya mucho tiempo y probablemente es mejor que me vaya con ellas. No habría tenido la fuerza para sobrevivir a mí mismo. Cuidas de los muchachos. Siempre has sido una buena madre.”

Isabel apretó el papel entre las manos, tenía muchas ganas de llorar pero Raúl no habría querido que ninguno llorara por él. Testarudo hasta el tuétano, había escogido la forma más absurda de escapar, porque en realidad lo único que buscaba era la muerte.

Isabel tiró la carta. No diría jamás a nadie de su existencia, ni siquiera a sus hijos. Ella y Raúl se encontraban de nuevo juntos, a pesar de todo y después de tanto tiempo tenían todavía un secreto en común que conservarían celosamente entre los pliegues de la memoria.

Gordiano Lupi - www.infol.it/lupi

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