La gran puta
Cuando en 1937 mi familia llegó a La Habana
—uno de los tantos éxodos a que estábamos acostumbrados—
mi padre —como tenía por costumbre sanguínea—
se dio de galletas y se puso a echar carajos.
Llegaron exactamente a las diez de la mañana
de un día de agosto mojado con vinagre;
antes de ir a esperar el Santiago-Habana
tomé un jugo de papaya en Lagunas y Galiano,
y como el deber se impone al deseo
perdí a un negro que me hacía señas con la mano.
Por esa época yo tenía veinticinco años
y toda la vida resumida en la mirada:
años mal llevados porque el hambre no paga:
"Virgilio —me decía Oscar Zaldívar—
no te alimentas lo suficiente. Hay que comer carne..."
De vez en cuando me llevaba a La Genovesa
en la esquina atormentada de Virtudes y Prado,
donde Panchita, una italiana operática(,)
le decía doctor a Oscar y a mí no me decía nada.
Las calles eran vahídos y las aceras desmayos:
en la cabeza los versos y en el estómago cranque.
Corría a la casa de empeños sita en Amistad y Ánimas
buscando que me colgaran entre docenas de guitarras(,)
yo, empeñado, yo empeñando un viejo saco de Osvaldo
para trepar jadeante la cazuela del Auditorium
a ver El avaro de Moliere que Luis Jouvet presentaba.
Era La Habana con tranvías y soldados
de kaki amarillo, haciendo el fin de mes
con los pesos de los homosexuales;
entre los cuales, en cierta manera, me cuento, es
decir, en mi humilde escala: no osaría ponerme
a la altura de la Marquesa Eulalia, del Pájaro Verde,
del Jarroncito Chino, de la Pulga Lírica y del Marqués
de Pinar del Río, y aunque una noche, en el Don Quijote(,)
bailé sobre una mesa disfrazado de maja,
mi alarde palidece ante la magnificiencia
del Pájaro Verde dejándose degollar en el baño.
Según se mire eran tiempos heroicos, tiempos
que fueron cantados por guitarras alcoholizadas(,)
palabras tremendas que eran pronunciadas
con el filo de un cuchillo, mientras allá,
en Marte y Belona, los bailadores realizaban
la confusa gesta del danzón ensangrentado.
Esta gesta alcanzaba proporciones épicas
en el cuchillo de San Miguel: allí Panchitín Díaz
le decía con su voz aflautada a la putica debutante:
"Muchacha, tienes toda la vida por delante..."
y dando dos pasos se metía en la barbería de Neptuno
para entablar un diálogo funambulesco
con la corpulenta Albertino, que se hacía afeitar
una barba imaginaria.
Una noche en el Prado, con su pedazo de cielo
particularmente convulso sobre leones de bronce verde,
sobre leones que temblaban al paso del
Emperador del Mundo —un negro tuberculoso con
el pecho constelado de chapitas de Coca Cola—,
se comentaba con terror manifiesto
la frase ciceroniana de la mujer que se tiró
bajo las ruedas del automóvil de Lily Hidalgo de Conill:
"¡Habana, ábrete y trágame!"
Pero La Habana se hizo aún más rígida
para que ella pudiera ir hasta Colón sin baches,
para que esas noches las putas chancrosas
hicieran buenos pesos y para que lloraran los
sentimentales, entre los cuales también me cuento,
al extremo que podría ser nombrado presidente de
los sentimentales, y ahora precisamente
recuerdo al hombre que vi matar junto a la estatua de Zenea
con su mano convulsa aferrada al seno de mármol
de la mujer que eternamente lo acompaña.
Me pareció que llegaba el Apocalipsis,
pero justo en ese momento oí: "¨¡Maní tostao, maní!"
y metían por mis ojos anegados en lágrimas
un cucurucho de voluptuosidad cubana.
Mi amiga, la Muerta Viva, una puta francesa
que recaló en Sagua allá por el veinticuatro
compraba todos los días el periódico para
ver si en la Crónica Roja aparecía muerto
el cabrón, decía ella, que la dejó plantada en Sagua.
Pero como la vida manda, seguía abriendo las piernas
sin sentimentalismo de ninguna clase.
Yo, que mi destino de poeta me impidió la putería,
soñaba persistentemente con abrir las mías:
cuando el hambre aprieta, sueños monstruosos
se perfilaban en cada esquina, monedas del tamaño de
una casa me caían encima, y todo terminaba al compás
de una frita deglutida al compás de
"Bigote de Gato es un gran sujeto..."
Sin embargo, pensaba en la inmortalidad
con la misma persistencia con que me acosaba
la mortalidad, porque aún cuando viéndome
forzado a escuchar "la inmortalidad del cangrejo"
y ver al tipo pálido sentado en el café de
los bajos de mi casa, con un palillo en los
dientes y un vaso de agua sobre la mesa
pensando en las musarañas, yo me aferraba
a la mentira piadosa siguiendo al mismo
tiempo con la vista los sandwiches de pierna
que rechinaban en mis tripas.
Suaritos anunciaba a Ñico Saquito,
Toña La Negra quebraba la luna con su voz
de tortillera mejicana, Batista daba golpetazos
en Columbia, Patricia la Americana se momificaba
en un disco y Daniel Santos galvanizaba los solares.
Claro está, en la ciudad del sol constante
los fantasmas acostumbraban salir a plena luz:
los he visto acompañándome por Monte y Cárdenas
el día del entierro de Menocal, con ron peleón,
porque de eso el general prodigó, enchumbó, anestesió
y el champán para él y Marianita en París.
"Querida, me dijo Jarroncito Chino, hoy todo el mundo
está jalao, haremos ranfla moñuda,
ya el General templó lo suyo y nosotras moriremos
con un troyó papá bien grande adentro."
Así murió efectivamente. Destino cumplido,
vida realizada, strip-tease de pelo en pecho,
sacando palanganas de agua de culo(.)
Cuando se la llevaron había un Norte de
tres pares de cojones.
Estos son los monumentos que nunca veremos en
nuestras plazas, amorfas, sí, amorfa cantidad
de donde extraigo el canto, en cualquier parte,
bajando por Carlos III que entonces tenía bancos(,)
escuálido, tembloroso, con mi amorosa Habana
siguiéndome los pasos como perro dócil
entre años caídos retumbando como cañones
dejando la peseta en casa de la barajera
para saber (—)¿para saber?(—) si mañana entraré
en la papa... Un pelado en el Mercado Único,
un guarapo en el Mercado del Polvorín,
siempre avanzando, en brecha mortal,
buscando la completa como se busca un verso(,)
¡oh, inacabables calles, oh aceras perfumadas
con orine! ¡Oh, hacendados con pañuelos
impregnados en Guerlain, que nunca
me pusieron casa!
Solo en mi accesoria haciendo mis versitos
veía pasar La Habana como un río de sangre:
y como una puta más del barrio de Colón
los contaba de madrugada como si fueran pesos.
La gran puttana
Traduzione di Gordiano Lupi
Quando nel 1937 la mia famiglia arrivò all’Avana
- uno dei tanti esodi ai quali eravamo abituati -
mio padre - come abitudine sanguigna -
si dette un paio di sberle e cominciò a bestemmiare.
Arrivarono esattamente alle dieci della mattina
di un giorno di agosto bagnato con aceto;
prima di andare ad aspettare il Santiago-Habana
bevvi un succo di papaya tra Lagunas e Galiano,
e siccome il dovere s’impone al desiderio
persi un negro che mi faceva segni con la mano.
A quel tempo avevo venticinque anni
e tutta la vita riassunta nello sguardo:
anni mal portati perché la fame non paga:
“Virgilio – mi diceva Oscar Zaldívar –
non ti alimenti abbastanza. Devi mangiare carne…”
Di tanto in tanto mi portava a La Genovesa
all’angolo tormentato tra Virtudes e Prado,
dove Panchita, un’italiana affabile,
chiamava dottore a Oscar e a me non diceva niente.
Le strade erano indisposte e i nervi stremati:
nella testa i versi e nello stomaco crampi.
Correvo al monte dei pegni posta tra Amistad e Ánimas
cercando di farmi appendere tra dozzine di chitarre,
io, dato in pegno, io impegnando un vecchio sacco di Osvaldo
per raggiungere ansimante il loggione dell’Auditorium
per vedere L’Avaro di Moliere che Luis Jouvet presentava.
Era L’Avana con tranvie e soldati
vestiti di gialle uniformi, che arrivavano a fine mese
con i pesos degli omosessuali;
tra i quali, in una certa maniera, mi conto, come
dire, nella mia umile scala: non avrei osato mettermi
all’altezza della Marchesa Eulalia, del Pájaro Verde,
del Jarroncito Chino, della Pulce Lírica e del Marchese
di Pinar del Río, anche se una notte, al Don Chisciotte,
ho ballato sopra una tavola travestito in modo attraente,
la mia ostentazione impallidisce davanti alla magnificenza
del Pájaro Verde mentre si concedeva nel bagno.
Secondo come si guardino erano tempi eroici, tempi
che furono cantati da chitarre alcolizzate,
parole tremende che erano pronunciate
con la lama di un coltello, mentre là,
tra Marte e Belona, i ballerini realizzavano
la confusa espressione del danzón insanguinato.
Questa espressione raggiungeva proporzioni epiche
nel coltello di San Miguel: lì Panchitín Díaz
diceva con la sua voce leziosa alla puttanella debuttante:
“Ragazza, hai tutta la vita davanti...”
e facendo due passi entrava nel negozio di barbiere di Neptuno
per intavolare un dialogo funambolesco
con la corpulenta Albertino, che si faceva tagliare
una barba immaginaria.
Una notte nel Prado, con il suo pezzo di cielo
particolarmente convulso sopra leoni di bronzo verde,
sopra leoni che tremavano mentre passava
l’Imperatore del Mondo - un negro tubercoloso con
il petto costellato di tappi di Coca Cola -,
si commentava con terrore manifesto,
la frase ciceroniana della donna che si lanciò
sotto le ruote dell’automobile di Lily Hidalgo de Conill:
“Avana, apriti e ingoiami!”
Ma L’Avana adesso è diventata più rigida
per poter andare fino a Colón senza difficoltà,
perché durante quelle notti le sudice puttane
avranno guadagnato buoni pesos per far piangere i
sentimentali, tra i quali anch’io mi conto,
al punto che potrei essere nominato presidente dei
sentimentali, e adesso precisamente
ricordo l’uomo che ho visto uccidere accanto alla statua di Zenea
con la sua mano convulsa aggrappata al seno di marmo
della donna che eternamente lo accompagna.
Mi sembrò che arrivasse l’Apocalisse,
ma proprio in quel momento udii: “Maní tostato, maní!”
grido che metteva nei miei occhi gonfi di lacrime
un cartoccio di voluttuosità cubana.
La mia amica, la Morta Viva, una puttana francese
che andò a finire in Sagua con il ventiquattro
comprava tutti i giorni il quotidiano per
vedere se nella Cronaca Nera dicevano che era morto
il bastardo, diceva lei, che la piantò in asso in Sagua.
Ma come pretende la vita, continuava ad aprire le gambe
senza alcun tipo di sentimentalismo.
Io, che il mio destino di poeta mi impedì di fare la puttana,
sognavo intensamente di aprire le mie:
quando la fame opprime, sogni mostruosi
si profilavano a ogni angolo, monete grandi come
una casa mi cadevano addosso, e tutto finiva al tempo
di una frittura deglutita al tempo di
“Baffi di Gatto è un gran soggetto…”
Malgrado ciò, pensavo all’immortalità
con la stessa persistenza con cui m’incalzava
la mortalità, perché anche quando mi vedevo
obbligato ad ascoltare “l’immortalità del granchio”
e a vedere il tipo pallido seduto al caffè
sotto casa mia, con uno stecchino nei
denti e un bicchiere d’acqua sul tavolo
con la testa tra le nuvole, io mi aggrappavo
alla menzogna caritatevole seguendo al tempo stesso
con lo sguardo i panini al prosciutto
che recalcitravano nella mia pancia.
Suaritos annunciava a Ñico Saquito,
Toña La Negra superava la luna con la sua voce
da lesbica messicana, Batista dava colpetti
in Colombia, Patricia l’Americana si mummificava
in un disco e Daniel Santos animava le catapecchie.
È chiaro, nella città del sole costante
i fantasmi si abituavano a uscire in piena luce:
li ho visti accompagnarmi verso Monte e Cárdenas
il giorno che sotterrarono Menocal, con il suo pessimo rum,
perché quello il generale elargì, profuse, anestetizzò
e lo champagne per lui e Marianita a Parigi.
“Cara, mi disse Jarroncito Chino, oggi tutti
sono ubriachi, faremo una gran festa,
il Generale ha già goduto abbastanza e noi moriremo
con una grande rassegnazione nell’anima.”
Così morì per davvero. Destino compiuto,
vita realizzata, strip-tease di pelo nel petto,
tirando fuori catinelle di acqua sudicia.
Quando se la portarono via aveva un Nord di
tre paia di coglioni.
Questi sono i monumenti che mai vedremo nelle
nostre piazze, amorfe, sì, amorfa quantità
da dove estraggo il canto, in qualche parte,
scendendo verso Carlos III che allora aveva panchine,
squallido, timoroso, con la mia amorosa Avana
seguendo i miei passi come un cane docile
tra anni caduti rimbombando come cannoni
lasciando la moneta in casa della chiromante
per sapere - per sapere? - se domani sarò coinvolto
nella patata... Un pelato nel Mercato Unico,
un succo di canna nel Mercato del Polvorín,
sempre avanzando, in un’apertura mortale,
cercando l’intero come si cerca un verso,
oh, interminabili strade, oh acciai profumati
di urine! Oh, possidenti con fazzoletti
impregnati di Guerlain, che non mi
dettero mai a casa!
Solo nel mio appartamento componendo i miei piccoli versi
vedevo scorrere L’Avana come un fiume di sangue:
e come una puttana in più del quartiere Colón
li contavo all’alba come se fossero pesos.
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